domingo, 5 de abril de 2020

Cántame otra vez

Cántame otra vez.

Las siete de la mañana y el despertador sonaba por tercera vez. Natalia contó apenas tres horas desde la guardia. Se preguntó una vez más por qué eligió aquella profesión. 

El aroma del primer café mañanero se confundió con las sensaciones de la ciudad vacía. Reconocía detalles urbanos perdidos hacía años. El canto de los pájaros era como un pedazo de infancia que alguien recortó y se lo puso de nuevo ahí, durante un escaso minuto, suficiente para recordar con tristeza su niñez en el patio de aquella casa de acogida. Pero la tristeza se disipó cuando pensó en lo que pasaba a las cinco de la tarde. Las imágenes se sucedían rápidamente, como un tráiler de película acelerada. Se vio pequeña y triste, salvo a las cinco de la tarde. A esa hora se vio sonriendo, sentada en la mesa de la cocina, charlando incansablemente con su vecina. Nunca supo su nombre, pero su casa era el bálsamo para escapar de la tristeza. La señora tenía pájaros, y a ella le parecía que cantaban al compás del reloj. A esa hora, como un ritual, la señora hacía café y una infusión que dejaba reposar hasta la noche. La pequeña Natalia no podía recordar de que charlaban, aunque si recordaba la ternura. Entre charla y charla, la señora tarareaba una y otra vez un conocido tango en recuerdo, decía, de su hija. La niña terminó por aprenderse aquel tango que mucho tiempo después identificó. "Por una cabeza", se llamaba. Y así Natalia pasaba las tardes, en su cálido escondite personal. 

Un día Natalia no la encontró. Recordó que le había dicho que se iba, pero nunca pensó que iba a ocurrir. Ni siquiera sabía su nombre: para ella siempre fue “la señora”. Sólo conservaba en su muñeca la esclava de plata que la señora le regaló. Era una pulsera igual que la que ella tenía, que había pertenecido a la hija muerta hacía años tras una larga enfermedad. La señora le dio a Natalia la pulsera de su hija como agradecimiento por su compañía, que le había ayudado a superar su dolor. Sin quererlo, se habían ayudado mutuamente. Desconsolada, Natalia decidió ahí su vocación: quería estudiar para ayudar a la gente y aliviar su tristeza. 

Mientras se tocaba la esclava de plata, Natalia volvió a la realidad. Ya tenía 54 años y el café se había enfriado. Otro largo turno le esperaba en el hospital. Atravesó la ciudad desértica y silenciosa: mudos los bares y plazas, antaño llenos de vida, todo parecía inerte, cerrado con candados y con silencio de hormigón. Incluso el cielo azul parecía gris, como si reflejara la tristeza del ambiente. Natalia apuró sus pasos en dirección al hospital. 

El servicio en la planta de intensivos donde trabajaba era frenético. La pandemia había dejado muchísimos muertos. La lucha era contra la enfermedad, pero también contra la decepción, la frustración, la desesperación y la impotencia. Llegaban donaciones de todas partes, de empresas y de particulares que renunciaban a dormir para suministrar materiales. 

Natalia tenía una ruta establecida por las dos plantas que atendía. Cada día llegaban pacientes nuevos y se iban pacientes curados. Era fácil enterarse: siempre tocaban una campana y se oían los aplausos a cada paciente de alta. Al principio eran escasos, pero después del confinamiento, cada vez había más toques de campana, más aplausos, la esperanza era cada vez más grande y la motivación hacía que el cansancio no se notara. De repente, se quedó lívida al pasar por la habitación 17. Desde fuera escuchó el tarareo de una canción conocida. Apurada, no pudo parar y siguió adelante. El trabajo se acumulaba y las fuerzas decaían, pero la pasión por su trabajo la ayudaba a remontar. 

Al día siguiente y después del cuarto café, oyó de nuevo el mismo tarareo desde la habitación 17. Acuciada por saber quién tarareaba aquel tango tan familiar, abrió la puerta y vio un respirador tapando una cara rodeada de un pelo largo y canoso. Sin terminar de entrar, una llamada de urgencia hizo que saliera corriendo. Justo a las cinco de la tarde, la misma hora en que ella esperaba antaño a la señora, algo la hizo parar y mirar el reloj. La musiquilla retornó y con ella en los labios, se dirigió con decisión a aquella habitación a despejar sus dudas. Abrió la puerta lentamente y el tarareo se transformó en la respiración asistida por un respirador. Natalia fue hacia la mujer de pelo canoso y largo, que yacía con los ojos cerrados, y una cara de auténtica paz. Ya que estaba allí, revisó el gotero y el respirador. Sintió que algo apretaba su mano izquierda. Por segunda vez sintió frio en su cuerpo, paralizado de miedo. Al miedo, sin embargo, le siguió una sensación cálida y reconfortante cuando, al mirar su mano, vio una esclava de plata igual que la que ella tenía. 

Durante años se había preguntado que había sido de aquella señora que había condicionado toda su vida, enseñándole el valor de ayudar a los demás. Ahora era ella la que la ayudaba. Quería decirle mil cosas de su vida y lo que se arrepentía de no haberle preguntado su nombre. La mujer abrió los ojos y con infinito cariño se quitó la mascarilla para decirle “cántame de nuevo, Natalia”. Natalia, con un nudo en la garganta, empezó a tararear aquel tango. De repente, dejó de sentir presión en la mano y la voz se le quebró. Con el alma hundida regresó a su casa. 

Al día siguiente buscó la habitación 17. Extrañada al no localizarla, le preguntó al gerente, que le contestó que en ese pasillo solo había 16 habitaciones. No había habitación 17. Natalia no dijo nada, pero en su retina conservaba la imagen de la señora, sus labios musitaban el viejo tango, su mano aún sentía el tacto cálido de la vieja mano y dos esclavas de plata relucían, una al lado de la otra, en la muñeca izquierda.

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