Cántame otra vez.
Las siete de la mañana y el despertador sonaba por tercera vez.
Natalia contó apenas tres horas desde la guardia. Se preguntó una vez
más por qué eligió aquella profesión.
El aroma del primer café
mañanero se confundió con las sensaciones de la ciudad vacía. Reconocía
detalles urbanos perdidos hacía años. El canto de los pájaros era como
un pedazo de infancia que alguien recortó y se lo puso de nuevo ahí,
durante un escaso minuto, suficiente para recordar con tristeza su niñez
en el patio de aquella casa de acogida. Pero la tristeza se disipó
cuando pensó en lo que pasaba a las cinco de la tarde. Las imágenes se
sucedían rápidamente, como un tráiler de película acelerada. Se vio
pequeña y triste, salvo a las cinco de la tarde. A esa hora se vio
sonriendo, sentada en la mesa de la cocina, charlando incansablemente
con su vecina. Nunca supo su nombre, pero su casa era el bálsamo para
escapar de la tristeza. La señora tenía pájaros, y a ella le parecía que
cantaban al compás del reloj. A esa hora, como un ritual, la señora
hacía café y una infusión que dejaba reposar hasta la noche. La pequeña
Natalia no podía recordar de que charlaban, aunque si recordaba la
ternura. Entre charla y charla, la señora tarareaba una y otra vez un
conocido tango en recuerdo, decía, de su hija. La niña terminó por
aprenderse aquel tango que mucho tiempo después identificó. "Por una
cabeza", se llamaba. Y así Natalia pasaba las tardes, en su cálido
escondite personal.
Un día Natalia no la encontró. Recordó que le
había dicho que se iba, pero nunca pensó que iba a ocurrir. Ni siquiera
sabía su nombre: para ella siempre fue “la señora”. Sólo conservaba en
su muñeca la esclava de plata que la señora le regaló. Era una pulsera
igual que la que ella tenía, que había pertenecido a la hija muerta
hacía años tras una larga enfermedad. La señora le dio a Natalia la
pulsera de su hija como agradecimiento por su compañía, que le había
ayudado a superar su dolor. Sin quererlo, se habían ayudado mutuamente.
Desconsolada, Natalia decidió ahí su vocación: quería estudiar para
ayudar a la gente y aliviar su tristeza.
Mientras se tocaba la
esclava de plata, Natalia volvió a la realidad. Ya tenía 54 años y el
café se había enfriado. Otro largo turno le esperaba en el hospital.
Atravesó la ciudad desértica y silenciosa: mudos los bares y plazas,
antaño llenos de vida, todo parecía inerte, cerrado con candados y con
silencio de hormigón. Incluso el cielo azul parecía gris, como si
reflejara la tristeza del ambiente. Natalia apuró sus pasos en dirección
al hospital.
El servicio en la planta de intensivos donde
trabajaba era frenético. La pandemia había dejado muchísimos muertos. La
lucha era contra la enfermedad, pero también contra la decepción, la
frustración, la desesperación y la impotencia. Llegaban donaciones de
todas partes, de empresas y de particulares que renunciaban a dormir
para suministrar materiales.
Natalia tenía una ruta establecida
por las dos plantas que atendía. Cada día llegaban pacientes nuevos y
se iban pacientes curados. Era fácil enterarse: siempre tocaban una
campana y se oían los aplausos a cada paciente de alta. Al principio
eran escasos, pero después del confinamiento, cada vez había más toques
de campana, más aplausos, la esperanza era cada vez más grande y la
motivación hacía que el cansancio no se notara. De repente, se quedó
lívida al pasar por la habitación 17. Desde fuera escuchó el
tarareo de una canción conocida. Apurada, no pudo parar y siguió
adelante. El trabajo se acumulaba y las fuerzas decaían, pero la pasión
por su trabajo la ayudaba a remontar.
Al día siguiente y
después del cuarto café, oyó de nuevo el mismo tarareo desde la
habitación 17. Acuciada por saber quién tarareaba aquel tango tan
familiar, abrió la puerta y vio un respirador tapando una cara rodeada
de un pelo largo y canoso. Sin terminar de entrar, una llamada de
urgencia hizo que saliera corriendo. Justo a las cinco de la tarde, la
misma hora en que ella esperaba antaño a la señora, algo la hizo parar y
mirar el reloj. La musiquilla retornó y con ella en los labios, se
dirigió con decisión a aquella habitación a despejar sus dudas. Abrió la
puerta lentamente y el tarareo se transformó en la respiración asistida
por un respirador. Natalia fue hacia la mujer de pelo canoso y largo,
que yacía con los ojos cerrados, y una cara de auténtica paz. Ya que
estaba allí, revisó el gotero y el respirador. Sintió que algo apretaba
su mano izquierda. Por segunda vez sintió frio en su cuerpo, paralizado
de miedo. Al miedo, sin embargo, le siguió una sensación cálida y
reconfortante cuando, al mirar su mano, vio una esclava de plata igual
que la que ella tenía.
Durante años se había preguntado que
había sido de aquella señora que había condicionado toda su vida,
enseñándole el valor de ayudar a los demás. Ahora era ella la que la
ayudaba. Quería decirle mil cosas de su vida y lo que se arrepentía de
no haberle preguntado su nombre. La mujer abrió los ojos y con infinito
cariño se quitó la mascarilla para decirle “cántame de nuevo, Natalia”.
Natalia, con un nudo en la garganta, empezó a tararear aquel tango. De
repente, dejó de sentir presión en la mano y la voz se le quebró. Con
el alma hundida regresó a su casa.
Al día siguiente buscó la
habitación 17. Extrañada al no localizarla, le preguntó al gerente, que
le contestó que en ese pasillo solo había 16 habitaciones. No había
habitación 17. Natalia no dijo nada, pero en su retina conservaba la
imagen de la señora, sus labios musitaban el viejo tango, su mano aún
sentía el tacto cálido de la vieja mano y dos esclavas de plata
relucían, una al lado de la otra, en la muñeca izquierda.
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